Ese miedo que aflora de las profundidades…
¿Qué es? ¿Por qué embarga todos los sentidos? ¿Por qué paraliza, abruma, afloja
con su nerviosismo sistemático y punzante virulencia? ¿De dónde procede esa
sensación de separación, de necesidad imperiosa de atrapar lo indefinido, de
desear aquello difuso imposible de alcanzar? ¿Qué es eso que constante y
desesperadamente nos hace la vida más complicada, obtusa, confusa, en
fin, trabada en sus infinitas formas?
Eso que aparece cuando menos te lo
esperas, cuando estás alineado, armónico, a gusto, contento, confiado en tu
colmado silencio; esa vocecita que viene de la nada, del reino del caos
y de las tinieblas, que te insufla sus maquiavélicas ideaciones, que te activa
como un resorte maldito la duda, la inseguridad, la obsesión, la ansiedad, que,
a modo de pérfido gas invisible propagándose sin límite, te inunda con un hastío
flagelante, con una sacudida en tus entrañas más hondas a causa de ese
impulso ambivalente de no saber qué hacer ni hacia dónde ir, pero siendo
consciente al mismo tiempo, en ese acto infructífero, de que no hay
nada que saber ni ningún lugar hacia dónde ir...
Simplemente permanecer en el vacío,
en lo inmóvil, en la quietud de lo inalterable; en la gélida presencia de lo
incognoscible, en lo que no se puede conocer, pero sí intuir,
percibir, con otros sentidos que no son los ordinarios, sino extraordinarios,
con los sentidos que se sitúan fuera de este mundo, de esta cajonera cósmica,
que pertenecen a otro universo regido por la misma naturaleza que nuestra esencia
original: la Ley del Espíritu, de lo inmutable, de lo Eterno…
Posicionarse en lo vertical, en lo
inamovible, en la cima intocada del propio Sí-Mismo donde
somos Invulnerables, Infranqueables, Inexpugnables…
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