Hay
un momento en la vida en el que nos vemos como Arjuna en el Bhagavad Gita: estamos en el campo de
batalla y atisbamos con perplejidad que, enfrente de nosotros, se encuentran
nuestros familiares, amigos, maestros, ídolos… Y ahí, es cuando nos damos
cuenta de que éstos, a quiénes considerábamos nuestros más fieles compañeros, son,
en realidad, nuestros más traidores
enemigos… ¿Qué hacemos en ese instante que se nos viene totalmente abajo el
mundo de ilusión que nos habíamos
creado? ¿Huimos cobardemente de esa visión aterradora de lo real o decidimos,
por el contrario, insuflarnos de valor y permanecer, impertérritos e invictos,
dispuestos, absolutamente y sin condiciones, para el combate? ¿Acaso tenemos la obstinada capacidad para
desprogramarnos, por completo, de todos los apegos, creencias, dependencias,
deseos, dogmas, conductas, manías, caprichos, miedos, quimeras y delirios que
el otro ha inculcado en nosotros durante vidas? ¿Acaso estamos preparados para combatir contra lo que más amamos?
En
realidad, todos nuestros enemigos, son
nuestros mejores aliados, ya que
con sus constantes putadas, vituperios y ofensas, nos están enseñando un lado
de nosotros que no reconocemos, que tapamos y queremos esconder. Ellos nos lo
muestran –con intensa virulencia sí optamos por obviarlo–, para que esa
fricción que se genera en nosotros, nos moleste, nos azuce y nos duela, y
decidamos, por fin, dejar de auto-complacernos en el mediocre conformismo del borrego y vayamos más allá de nuestras
temerosas limitaciones (auto)impuestas...
Cuando
no comprendemos nada, cuando estamos desquiciados, casi al borde del colapso,
en el oscuro abismo, es cuando nos vemos en la absoluta necesidad de prender nuestra llama interior y encender la lumbre increada de nuestro espíritu,
quién alumbrará cual faro imperturbable en medio de la tenebrosa tempestad,
guiándonos certeramente hacia nuestra auténtica patria: el origen.
Una
vez que afrontemos esta ineludible guerra cruel y despiadada, todo nuestro mundo
cambiará, ya no seremos los mismos: saldremos renacidos, renovados, totalmente transmutados. Nos habremos
liberado de todas las cadenas que nos anclaban en la sombría caverna de nuestros
yoes psicológicos.
Ahora seremos los dueños de nuestro propio cosmos, los señores
de nuestra propia existencia; nos convertiremos en el Águila ígnea que, con su encumbrado vuelo, atravesará el fuego incandescente
del Sol.
De nuestras cenizas resurgiremos brillantes,
divinos y flameantes.
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