Nuestras
vidas están mediatizadas por el mercado y su vasto poder mediático. No vamos
abiertos a experimentar por nuestra propia interioridad, sino que acudimos a
aquellas experiencias que nos propone el mercado, quién utiliza todos los
medios posibles para que las idealicemos y nos ansiemos por consumirlas, generando
así, un deseo distorsionado en relación
con esa idea preconcebida que nos inocula la publicidad del mercado de consumo.
Este hecho hace que estemos
condicionados por las creencias que se nos induce desde afuera, y miremos la
realidad como otros quieren que la percibamos: con los ojos del sistema y no
con los nuestros propios. Por consiguiente, las experiencias que vivimos dentro
de este estado de cosas actual, en su mayoría, son las de otros, no las
nuestras propias.
Estamos inmersos en un artificio
de realidad auto-creada, en el que ni siquiera podemos anhelar la felicidad,
porque no sabemos que es algo que existe más allá de cómo la describen en los
anuncios de Navidad. ¿Por qué no probamos a vivir una existencia real acorde
con nuestra propia naturaleza? Quizás así conozcamos la verdadera felicidad
¿no? De todas formas, lo que es un hecho
constatado, es que vivimos en una continua mentira que alimentamos con nuestro
(auto)engaño colectivo, como por ejemplo, la presencia y legitimación de la
publicidad, que aquí la consideramos como la máxima expresión del engaño
consentido, de la mentira institucionalizada, y de la ficción existente en la
sociedad de nuestros días.
La publicidad, es una derivación
sutil –o no tanto– de la propaganda, que
primariamente servía a fines comerciales, pero que en la actualidad, se ha fusionado en todos los ámbitos de la
sociedad a través del marketing, por lo que aparece en la política, en las
escuelas, en las noticias, en la calle… ¡Todo en nuestra vida se ha vuelto
publicidad!
En este contexto, los
publicistas son los nuevos magos de la contemporaneidad, creando realidades
colectivas con los hechizos hipnóticos de sus cantos de sirena, embaucándonos
con sus juegos de palabras y discursos-eslóganes que nos prometen un paraíso
idílico, un mundo de ensueño, de felicidad ilimitada... Sin embargo, nuestra realidad no es un mero juego de
palabras, aunque lo parezca. Nos están engañando constantemente y aun así caemos
una y otra vez en el hipnotismo de su hiperrealidad pre-configurada.
Actualmente, vivimos en un
decorado, en un escenario en el que somos los “actores” del ficticio y prefabricado show de la vida. La publicidad es el
principal productor de la vida ilusoria, artificial y ficticia que estamos
aconteciendo en esta sociedad, puesto que, en nuestra época, supone “el sistema
de comunicación más controlado por el emisor y permite a éste una mayor
coerción sobre soportes y ciudadanos”, lo que implica que el sistema se sirva
de la publicidad para manipular unidireccionalmente nuestra percepción de la
realidad, siendo nosotros, apenas conscientes de ello. Según Caro, “el objetivo
de la vigente publicidad no consiste en anunciar productos, sino en significar
marcas”, por lo que podemos afirmar que constituye el medio del que se sirve la
marca, para significarse a sí misma y darse un lugar “conocido” en la sociedad,
además de que interioricemos su “valor” y la idealicemos, lo que hace que generemos
en nosotros, esa necesidad irresistible
de consumirla.
La publicidad crea un efecto de
realidad “simulada” en nuestras vidas, siendo así, según Eguizábal, la
encargada en nuestra sociedad de “crear nuevos símbolos para una cultura
muerta”, es decir, que la publicidad, mediante la producción sistemática de
signos y símbolos, genera un mundo ficticio
que nos queda absortos al contemplar esa ilusoria atmosfera de sensación de
“ficticia” libertad de elección que la publicidad crea para nuestro “disfrute”.
Ésta nos hace tener la sensación de que nosotros somos los que “racionalmente”
elegimos una de entre una diversa amalgama de opciones que, en realidad, son
absolutamente inexistentes en el mundo real, por lo que juegan con nuestra
ilusión de omnipotencia divina encarnada en nuestra propia decisión de elegir.
Este “empoderamiento” ilusorio nos
genera una total satisfacción al tener la sensación, aunque sea ficticia, de
ser soberanos de nuestras propias decisiones, de ser, aunque sea por un
instante, los dueños del mundo, aunque todo
suponga una ilusión, una falsa percepción de nuestra propia capacidad, ya
que la realidad es mucho más cruda que
la visión infantil y pueril que nos presenta la publicidad. De esta manera, el discurso publicitario, y la publicidad como instrumento en su
conjunto, es una estrategia del poder que nos persuade para “seducirnos gozosamente”
y así, caer en la trampa de la idea materializada sobre las promesas de un
“mundo feliz” y embaucarnos con sus proclamas de liberación redentora a través
del consumo narcisista.
Esta cuestión nos lleva a centrarnos
en la estructura y contenido de los discursos publicitarios, puesto que han
dejado de presentar al objeto-marca en sí, para crear como dice Baudrillard,
“una proyección sublimada” del propio consumidor en el consumo de ese objeto-marca. Por tanto,
se deja de lado las funciones objetivas que desempeña el objeto, y se
aduce directamente al consumidor de tal objeto, es decir, ahora se dirigen, tal
y como señalamos anteriormente en el caso de la imagen, a nuestro lado
emocional, a nuestra vulnerabilidad carencial, a nuestra debilidad constitutiva
para aprovechar la permanente insatisfacción inducida de nuestras vidas.
La estrategia de condicionar
nuestros deseos, motivaciones y aspiraciones, ha dado tantos beneficios y tan excelentes
frutos, que ya no hace falta que se dirijan hacia nosotros. De ahí que tengamos
tan interiorizados lo que significa una marca determinada, aunque la presenten
sin el objeto en sí, dado que simplemente con su logo, es cuestión de segundos que
entendamos simbólicamente que lo único que tenemos que hacer es consumir esa
marca determinada. Ya estamos
programados.
La función de la publicidad, no
es solo “el arte de enseñar a la gente a necesitar cosas” como decía H-G Wells,
sino que en la actualidad se ha traspasado ese límite –que ya era bastante
flexible– para ir más allá y transformarse en un diseñador social y cultural
que orienta hacia una determinada cosmovisión del mundo, estilo de vida o forma
de estructuración ideológica específica de la sociedad. El discurso
publicitario nos envuelve en una atmosfera de irrealidad, que nosotros mismos
nos acabamos creyendo, ya que nos creemos que constituyen así nuestra propia
realidad, todos aquellos “mitos e identidades” que ha creado la publicidad, en
gran medida posibilitado, por la omnipotencia actual de la marca, la cual,
actúa como proyectora de valores, creencias y modos de ser y estar en la
sociedad. Sin embargo, lo que
verdaderamente subyace a esta lógica “marquista” de la sociedad de consumo actual,
es la propuesta de que el potencial consumo de tal o cual marca nos condicione
en la totalidad de nuestro comportamiento cotidiano, hasta el punto de penetrar
hasta lo más hondo de la estructura de nuestro ser y así, interiorizar
psicológicamente esas pautas valorativas y
comportamentales que van asociadas a ella.
Huelga decir que la marca es la
que señala nuestro camino a seguir, nuestra filosofía de vida, nuestro “estilo
de ser en el mundo”. Tanto es así que, en la actualidad, está muy de moda, entre
las grandes multinacionales, la implantación estética de una ética y filosofía
empresarial, esto es: la “marca” conlleva en sí misma una serie de valores
intangibles con los que nosotros, nos identificamos, y eso no hará más que
determinar la balanza para adquirir o no el producto que nos venden. Ahora todas estas multinacionales, que son las
responsables del estado destructivo de todo nuestro planeta, del deterioro de
nuestra salud y de nuestra condición de esclavos con su modelo económico, lavan su imagen con la idealización de un mundo
de color verde: ecológico, natural, saludable, responsable socialmente, que
garantiza la sostenibilidad… Pero en realidad, todo esto no es más que una
estratagema comercial, que obedece simplemente a un lavado de imagen; no es más
que una cortina de humo para opacar y ocultar a la luz pública su verdadera
gestión económica y el proceso tóxico de elaboración de sus productos, y lo que es
peor, sus verdaderas intenciones contra nosotros.
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