Demasiado tiempo con un mismo personaje,
al final te come. Crees que te sirve pero le sirves tú a él. Te creas una
imagen que te posee y te la crees, piensas que eres eso porque los demás te
retroalimentan en esa fingida interpretación de excelsa virtud que te has
forjado. Miedo a mostrarte cómo eres y a las críticas ajenas. Te vas fuera del
redil pero entras en el redil de los de “fuera del redil”. Un arconte tras otro
aparece en el camino para que pagues el peaje y te quedes alimentando su
chiringuito.
Fuera de expectativas y objetivos. Momento
a momento se va construyendo el surco de tu vida. Absoluto de presente
en el aquí y ahora.
Es cierto que inclinarse hacia un lado del
péndulo te fosiliza y te encajona entre sus límites. Llega un momento en el que
has de dejar todo atrás y crear una línea de fuga, una punta de flecha que
atraviese ese muro que te has construido.
Demasiada reverencia, desbordante
seriedad, un formalismo y puntillismo que genera una constante ansiedad y
tensión arrolladora por querer tenerlo todo maniatado, perfecto, controlado;
una idea de abstracta irrealización de perfección que solo conduce al
inmovilismo y la insatisfacción crónica. Todo por el qué dirán y el querer la
aprobación de los juiciosos de turno, ya sea en su versión santa o pecadora.
Qué sea todo mucho más ligero, espontáneo,
sencillo, un fluir natural y que aflore la risa, la danza, el arte del vivir,
el Tao… ¡Qué le den a la dualidad! Yo tiro por la terceridad, por la vía del medio,
la de arriba, la que integra y trasciende, la que no va por caminos trillados
marcados por otros, sino la individual, la que labra su propio sendero, la que
machete en mano se aventura a través del espeso follaje selvático e inicia una
nueva ruta, la suya propia, con la íntima convicción de que paso a paso va
haciendo su camino al andar…
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