Podemos asegurar que todos nos
debemos a todos. Nuestra única misión de vida es existir aquí para encontrarnos
y reconocernos como seres emanados de un Todo al que, todos sin excepción, pertenecemos.
El arché de Parménides, no es más que nuestro origen, nuestra fuente de creación,
nuestra emanación profunda del ser, porque todos somos y pertenecemos al ser original,
a lo que realmente es, por lo tanto, no existe lo que no es, sino sólo el ser
en su omnipresente totalidad.
Los seres humanos estamos hechos
de la conciencia del ser, y en consecuencia, todos somos lo mismo en esencia. Ya es
momento de eliminar de raíz los preceptos, creencias y dogmas
religiosos-culturales que nos han dominado durante milenios, tergiversando la
realidad de nuestra propia naturaleza. No existen individuos, grupo de
individuos o razas determinadas que por designios divinos de un dios demiúrgico
usurpador –que ha suplantado un lugar que no es suyo– vengativo y maléfico les
concede el derecho a someter, oprimir, explotar y esclavizar a los demás seres
existentes en el universo, ya que simplemente, todos procedemos del mismo origen,
somos divinos. Ya no hay nadie mejor que el otro, no debemos competir pisando
a los demás, porque no hay prisa ni premio por llegar antes que otro a un
determinado lugar que alguien ajeno a nuestro interior ha impuesto
externamente.
El único premio al que podemos
acceder ya está en nosotros, es simplemente ser consciente y existir en un
mundo donde haya cabida y expresión para la creatividad de todo el mundo, y en
el que las diferencias y particularidades que cada uno poseemos, ni mucho menos
debe ser un motivo para separarnos, agredirnos u odiarnos, sino un motivo para
celebrar conjuntamente entre todos. La manifestación de la diversidad y
autenticidad de nuestro ser, es el mayor regalo que el universo nos ha podido
hacer, y que nosotros por agradecimiento, debemos devolvérselo a través de
nuestro compartir con los otros. Por eso, a medida que expresamos nuestra
condición única a los otros, más expandimos dicha condición, y más nos enriquecemos
interiormente. Este es el verdadero recuerdo: cuanto más auténticos seamos
con nosotros mismos y con los demás, más amor recibiremos del universo en su
conjunto. De ahí que tanto el conocimiento de que procedemos de una misma
fuente como que nuestra condición auténtica, irrepetible, singular y única es
un don que nos ha otorgado el universo para que lo compartamos con los demás
y así, enriquecernos individual y colectivamente, debería ser el acicate para
que nuestra vida y existencia en este mundo fuera una continua celebración de armonía,
serenidad, dicha y bienaventuranza entre todos y cada uno de nosotros.
Leer: La Rebelión Autárquica. Ensayo sobre la liberación del ser en tiempos de espejismo social
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