Te
las das de maduro y de estar por encima de las cosas, pero éstas te demuestran
una y otra vez el largo camino que te queda aún por recorrer. Aún sigues con
los espejismos atolondrados de un adolescente, con un bullente complejo materno
y con el miedo a hacerte mayor, a lo que implica ser adulto y responsable de
tus actos, es decir, dejar de ser un pueril infante.
No
caben más excusas ni justificaciones. Las has gastado todas y no te queda
ninguna en la recámara; si no das ya el salto y te enfrentas a tu abismo: nunca
serás libre.
Enseguida
echas la culpa a los demás, a las circunstancias, a todo lo externo, en
definitiva, a la realidad que un día tu deseaste crear y que, ahora,
materializada en ti, abominas. Ponte, de una vez, de acuerdo contigo
mismo. Sé coherente e integro con tu palabra, sentimiento y acto.
No digas más unas veces que sí, otras que no, otras que no sabes: eso no es más
que estulticia pendular y de alma fagocitada sin criterio ni direccionalidad
trascendente alguna en la vida.
Encáuzate,
pues, y canaliza tu energía en algo concreto, en algo que realmente
desees con unidad de criterio. Discierne bien qué es lo que aflora en tu
interior y ve a por ello sin condiciones, sosteniéndote férreamente, con toda
tu atención y fuerzas puestas en su consecución.
No
seas un niño rabioso que se enfada porque las cosas no le salen como en su
fantasmagórica e ilusoria imaginación había planeado. Acepta la realidad y
permanece en lo que es. Afróntala, con fortaleza y gallardía de ánimo, y
escúchate a ti mismo; sabrás cuál será tu cometido primordial en tu
sendero vital: retornar a tu naturaleza y conquistar, por primera vez, tu
propia existencia.
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